jueves, 27 de noviembre de 2008

UN ALMUERZO CON LA HISTORIA

Como cada año, ese invierno de 1989 llegué con mis sesenta y dos alumnos de Terapia Ocupacional y de Kinesiología de la Universidad de Chile a una casi desierta casa de ejercicios espirituales en Punta de Tralca, un día jueves alrededor de las once y media de la mañana.

Nos encontrábamos bajando nuestras muchísimas pertenencias y materiales de los buses que nos trasladaron desde Santiago, para dar inicio al tradicional campamento educativo que forma parte de los estudios regulares de estos estudiantes de la rehabilitación en salud, cuando un flaco, sonriente, nervioso y desgarbado sacerdote se acercó a nosotros presentándose como el secretario personal de Su Eminencia Cardenal Silva Henríquez, al tiempo que extendía una apresurada invitación para dos personas de nuestro grupo que quisieran almorzar inmediatamente con el Cardenal.

El convite implicaba suma urgencia, por cuanto nos dijo que Su Eminencia almorzaba puntualmente al mediodía y le disgustaba enormemente aplazar ese encuentro alimenticio, de la misma manera que descartaba la sola idea de almorzar solo.

Como pude le expliqué al sorpresivo mensajero de tan grata noticia, que era absolutamente impracticable que pudiéramos acceder a su proposición de manera tan acelerada, por cuanto debíamos registrar nuestra llegada con la querida Hermana Magdalena Sofía, alma y admistradora vitalicia del recinto, trámite que fácilmente duraría media hora.

Su respuesta fue tajante: “-Yo le soluciono eso. ¡Así que vayámonos al tiro!”

A esas alturas, me encontraba también ansioso por la posibilidad impensada de almorzar con alguien a quien admiraba tan profundamente, pero mis obligaciones hacia mis estudiantes me inclinaban a decir que no, por lo que mi mente creó una condición ridícula, casi como para deshacerme de la oferta: sólo podríamos ir si asistíamos tres personas, un alumno democráticamente elegido de cada carrera y yo.

El sacerdote lo pensó un instante y contestó que bueno, pero que partiéramos de inmediato a la casa donde se hospedaba el Cardenal, que ya eran casi las doce y que encontraríamos a Su Eminencia de mal humor, que las hermanas que preparaban y servían la comida estarían inquietas por el retraso, etc., etc.

Reuní al curso y les resumí el ofrecimiento, la prisa, la necesidad de elegir a dos comensales y establecer los pasos y tareas que debía seguir el resto del grupo durante mi ausencia.

Inmediatamente se produjo un alboroto porque muchos jóvenes querían hacer uso del regalo que se nos estaba dando. Discurrieron la forma de sortear entre los candidatos (los típicos papelitos) y, una vez elegidas Alejandra y Marcela partimos presurosos, siguiendo las grandes zancadas de nuestro angustiado invitador.

Eran ya las 12:15 horas cuando hicimos ingreso a la sencilla y acogedora residencia del Cardenal, quien estaba sentado en un mullido sillón, con una manta sobre sus piernas, con su poncho y su boina características, leyendo el diario, muy lejos de la imagen que se nos había ido instalando, gracias a los requerimientos de su secretario.

Al vernos entrar se puso de pie y nos saludó muy amablemente. Las dos alumnas se inclinaron y besaron su anillo cardenalicio (signo que yo, torpemente, había olvidado pero que a él no le importó). Nos ofreció asiento y comenzó a interrogarnos sobre quienes éramos y en qué andábamos por esos lados. Su vozarrón tipo FM nos impresionó de entrada y, tanto Alejandra como Marcela se asustaron más de un poco y se confundieron ante sus preguntas, fundamentalmente por lo penetrantes y personales que resultaban. Que donde habían estudiado la enseñanza media. Que cómo eran sus familias. Que si estaban satisfechas con sus carreras. Que si hacían servicio público. Que si pololeaban. Que si habían viajado.

De pronto, se entusiasmó mucho con el tema de la máxima rehabilitación que debía alcanzarse con pacientes depresivos y con los métodos que ayudaban a que éstos se entusiasmaran de nuevo con la Vida. Nos puso variados ejemplos para apoyar sus afirmaciones y, entre ellos, comenzaron a aflorar los relacionados con víctimas de la represión política. Personas de todas las edades y condiciones que eran golpeadas directa o indirectamente por lo que el llamaba el Mal, no como eufemismo sino como la mejor manera de nombrar al pan, pan y al vino, vino.

Eran tiempos en que la dictadura llegaba a su fin y se avizoraban tiempos mejores, pero el temor era parte integral de nuestra existencia como miembros de la zarandeada Universidad de Chile, cuna de grandes rebeldías y largas batallas de supervivencia. Vivíamos con absoluta conciencia de que el “innombrable” no nos quería y que por eso, dos años antes, nos había mandado a Federici para desmantelarnos y borrarnos del mapa. Como habíamos ganado esa batalla, nos sentíamos pioneros al rechazar la imposición militar.

Mis alumnas ingresaron a la universidad justamente el año 87, cuando se produjo el largo período de resistencia al último rector delegado, que venía de haber arrasado con los ferrocarriles del Estado y al cual habíamos conseguido “derrocar”. Esta experiencia nos había marcado muy profundamente y nos situaba en el mundo más opositor al régimen, con mucha sintonía con aquellos personeros que eran capaces de infundir esperanzas a nuestros afanes cotidianos.

Obviamente, el Cardenal estaba entre los más admirados y reconocidos.

El año anterior, 1988, se había realizado el plebiscito histórico en el que pudimos decir NO a la permanencia del dictador y teníamos fresca en nuestra memoria las críticas que el Cardenal le realizara días antes del plebiscito, por su intolerancia con los opositores y su negligencia con los pobres.

En resumen, sentíamos gran afecto por Don Raúl, por lo que tenerlo en exclusiva para nosotros era como un sueño hecho realidad. Constituía la posibilidad de expresárselo “en vivo y en directo”, cosa que hicimos con mucho gusto.

Una monja entró a la sala y nos ofreció un aperitivo. Como no esperábamos semejante oferta, aceptamos lo mismo que le traía a Don Raúl: una generosa vaina.

Ya con el brebaje en el pecho, comenzamos a atrevernos a preguntar nosotros. Eran tantas y tantas las cosas que queríamos saber que nos atolondrábamos y atropellábamos. Que cómo eran Frei Montalva, Allende, Aylwin. Que si habría sido posible evitar el golpe de estado. Que cómo habían sido sus entrevistas con el innombrable. Que nos contara de su histórica visita a los prisioneros del Estadio Nacional. Que nos hablara de su participación en las elecciones de tres Papas. Que si él creía la teoría del asesinato de Juan Pablo I. En fin, lo que se nos viniera a la cabeza.

A todas nuestras inquietudes nos respondía calmadamente y sin remilgos. Su rostro de hombre de 81 años iba reflejando cada una de las emociones que sus recuerdos le evocaban. Risa franca y sonora si la remembranza lo ameritaba. Ojos entornados si el recuerdo era penoso. Humor sutil o irónico si la evocación lo merecía.

De repente, parándose, nos hizo pasar a la mesa contigua ya servida. Antes de sentarnos, bendijo la mesa. Terminada la breve oración, nos ofreció vino blanco para acompañar la entrada de locos mayo, lo que también aceptamos. Alabando el vino talquino, brindó por habernos conocido, situación que nos llamó mucho la atención porque éramos nosotros los que agradecíamos este encuentro tan cercano y familiar. A mis estudiantes les decía “niñas” y a mí me llamaba “hijo”.

De ahí en adelante no se habló más. Era hora de comer.

Recuerdo nítidamente su forma ávida y contagiosa de alimentarse. Sin duda, para él era un gozo. Literalmente atacaba su plato por todos los costados, sin darle ninguna oportunidad de descanso o de defensa. Fue un gusto verlo comer. Era ininterrumpible. De pronto se permitía un movimiento de sus gruesas y pobladas cejas para responder de malas ganas algún impertinente comentario de uno de nosotros. Pronto nos percatamos que resultaba inoportuno intentar hablarle mientras almorzaba.

Conocedoras de lo que, aparentemente, era su estilo, las hermanas se apresuraron a servirle el plato de fondo en cuanto terminó la entrada. Él hizo una breve pausa para ofrecernos vino tinto para acompañar el bife con arroz. De nuevo aceptamos.

Culminada la faena del plato principal, adoptó una postura relajada y preguntó por los postres, prefiriendo una compota de manzanas.

Conservo el recuerdo de que a duras penas logramos seguir su ritmo de ingestión alimentaria. Todo en él hablaba de buena salud. Ya nos había impresionado con su lucidez mental y ahora nos dejaba atónitos con su buen apetito.

De nuevo pasamos a la sala de estar, para hacernos el último ofrecimiento: un bajativo. Dulce o agüita de cebada.

No sabiendo a qué se refería con lo de la agüita de cebada y pensando que se trataba de una especie de secreto clérico-arzobispal, me incliné por ella, lo que significó que al minuto siguiente tenía en mi mano un generoso whisky en las rocas, que me acompañó durante los siguientes 70 minutos.

¡Qué sobremesa! Don Raúl nos había regalado su confianza y cuando le preguntábamos sobre algo en particular, se extendía hasta agotar su reflexión. Nos sentíamos ante un gran profesor, percepción que se fue acentuando para pasar a la seguridad de estar frente a un maestro.

También esta apreciación fue girando lentamente para que, al final de la experiencia quedáramos con la impresión de haber estado frente a un hombre santo.

Con posterioridad a ese maravilloso encuentro, nos preguntábamos con las alumnas sobre qué elementos basábamos esta creencia del hombre santo y la respuesta era unánime: mientras estuvimos con él, siempre culminaba sus palabras con alguna invocación a Jesús o a María. Siempre estaban con él. Daba la impresión de estar siempre en presencia de ellos: madre e hijo.

Tengo el recuerdo vívido de la dulcificación que expresaba su rostro al nombrarlos.

A la distancia, este hecho se me representa como que él era el hijo que se va de a poquito acomodando en el regazo protector de quienes lo aman.

Soportó, hasta que más no pudo, nuestras ansias y curiosidades. Hasta que la marea alcalina fue surtiendo efecto y se fue entregando a la somnolencia, al preludio de una buena siesta.

Recién entonces reparamos que estábamos ante un hombre de casi 82 años y que nos habíamos excedido.

Como saliendo de un grato sueño, nos paramos y nos despedimos de beso y abrazo.

Él había vuelto a ponerse su gran poncho café y a reclinarse un poco más en su mullido sillón. De seguro, cuando saliéramos, algunos cojines le acompañarían en un delicado sueño.

De regreso a nuestras cabañas no hablamos y caminamos muy lentamente. La fresca brisa marina nos fue devolviendo paulatinamente a la realidad.

Ese domingo fuimos a misa. El Cardenal celebraba. Nos sentamos en la primera fila. Su vozarrón era como el trueno. Su figura se apreciaba cansada. Se apoyaba firmemente en el altar. En un momento nos miró y tuve la convicción más profunda de haber tenido la suerte de compartir dos horas y cuarenta minutos con un enviado de Dios.


Antonio Moncada Rivas

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