jueves, 27 de noviembre de 2008

El último día, el primer día, o simplemente… un día más .

Son las 22 horas, he venido a mi pieza y continúo escuchando emisoras radiales extranjeras y nacionales. Mientras me tomo un café comencé a ordenar mis escritos, articulando fragmentos que he ido guardando durante toda esta impactante jornada. Por todo lo sucedido, con más fuerza pienso que tal vez con los años adquiera alguna relevancia como documento histórico, para que mis hijos sepan como fue el día en que se materializó literalmente el lema de nuestro escudo patrio: “Por la razón o la fuerza”… Pero nunca pensé que ocurriría al interior de nuestra propia nación.

Estoy buscando papeles en mi escritorio y he encontrado un poema que había escrito hace como un mes y hoy he comprobado que resultó tener ribetes premonitorios. Lo voy a transcribir en primer lugar y luego relataré lo que pasó hoy en Chile…


La Patria le recita al pueblo”.

Como un estéril grito en el desierto

es la esperanza que me dan,

agítase mi corazón casi muerto

pensando que al final me destruirán.

Ya son pocos los oasis

el arte, el deporte, el amor,

y éste último por suerte

reconforta mi dolor.

Los problemas parecieran ser enormes

y dudo si habrá alguna solución,

ya se acerca lo que todos temen

y es la sangrienta revolución.

Los políticos critican y se atacan

pero nadie propone soluciones,

sólo parecen proteger bien sus finanzas

haciéndome peligrar con mezquinas ambiciones.

Unos dicen dialogar

otros prefieren esperar,

pero en pocos días más

todos dirán: ¡A matar!

Hay errores evidentes

pero falta comprensión,

y están dañando a inocentes

con esta tremenda inflación.

Día a día se asesina

y quedan muertes impunes,

ya se acaba la bencina

y no todos trabajan los Lunes.

El odio ya está arraigado

en el corazón de los chilenos,

el emblema se ha pisoteado

favoreciendo a los extranjeros.

Anteayer murió un general

ayer fue un comandante,

y quien sabe si mañana

mueren mis hijos restantes.

Se marchan los profesionales

abandonando el barco que se hunde,

parten mejorando ingresos a otros lugares

sin importarles esta Patria que sucumbe.

El gobierno fija raciones

la oposición reclama por ello;

¿Hasta cuándo pretenden maricones

impedirme seguir siendo un país tan bello?


Hasta hoy, sentía que el país estaba dividido, quebrado en dos fragmentos irreconciliables, “los unos” y “los otros”. Para “los unos” parecía ser el último día y para “los otros”, el primer día. Pero hay también un grupo que a nadie la ha importado en los últimos meses, me refiero a los niños, que eran los únicos que permanecían inocentemente unidos, y para ellos ha sido sólo… un día más…

Mi despertar fue similar a los días anteriores, entre 8:30 y 9:00 horas, como en todo el último mes en que mi Facultad ha estado en huelga (curso 2º de Medicina en la Universidad de Chile, Sede Norte, Hospital José Joaquín Aguirre). A las 8:40 mi madre (Proserpina Romo) nos informa que noticias sin confirmar dicen que hay un intento de levantamiento militar, y que las fuerzas navales insurgentes controlarían la situación en Valparaíso. Recuerdo que algo escuché entre sueños y seguí durmiendo, pero a las 8:55, provino desde su dormitorio un grito escueto y nervioso: “cayó el gobierno”.

Mi hermana (Cecilia Fernández) vino a la pieza mientras yo prontamente me incorporaba; mamá hacía lo mismo en ese momento.

La radios comenzaban a ser intervenidas y a transmitir en cadena, y las emisoras leales al gobierno que caía lanzaban sus últimas proclamas: “defender las fábricas”, “no abandonar los centros de trabajo ni de estudios”, “alertamos a las bases democratacristianas para que desoigan el llamado de sus jefes golpistas y no se dejen engañar”, etc. Mientras, el presidente Allende alcanzaba a dirigirse al país por la frecuencia de Radio Magallanes.

Salí a la calle, corrí alcanzando a mi vecino (Gabriel Andreani) y pudimos comprobar que ya en el servicentro situado en la esquina se formaba una larga cola para adquirir parafina, en estos casos se produce una especie de psicosis colectiva, ya había ocurrido eso el 29 de Junio, con motivo de un intento de alza de tropas (¿habría sido una especie de “ensayo”?). Por lo demás el gas licuado venía escaseando desde hacía algún tiempo, recuerdo haber visto gente llegando en horas de la noche con sus cilindros vacíos y esperar el amanecer en la distribuidora ubicada en Departamental, para poder comprar a la llegada del camión repartidor, en la mañana siguiente.

Regresé a casa, desayuné conversando con mi madre, quien estaba muy descontrolada por la suerte corrida por papá (Ruperto Fernández), ya que a esas alturas él aún debería estar en su oficina, en el otro extremo de Santiago (barrio Quinta Normal). Mi hermana volvía de la casa de un tío (Arquímedes Romo) que vive en esta misma cuadra, en donde infructuosamente trató de obtener noticias telefónicas de nuestro padre (para colmos mi teléfono llevaba 2 días descompuesto).

Luego ambos salimos a la Gran Avenida, de regreso pasé a ver a una amiga (Mónica Grossermann) y por fin me comuniqué con la casa de un compañero de trabajo de papá (Raúl Soriano), allí habían logrado hablar a la oficina, en donde existía total calma y ningún peligro.

La noticia tranquilizó a mamá. Permanecí un rato junto a ellas, y salí a la terraza a pensar… y observar todo a mi alrededor, (sería la primera de las muchas veces que lo haría durante el día). Fue ahí cuando sentí la imperiosa necesidad de testimoniar los hechos que se estaban suscitando y comencé con una serie de escritos que se irían incrementando a lo largo de este 11 de Septiembre de 1973.

Por estos días encontraba que ninguna corriente política me hacía sentir identificado ni reflejaba mis intereses y convicciones de veinteañero. Si bien es cierto, que a los 11 años había colaborado repartiendo propaganda para la campaña de Frei Montalva, ello no marcó ninguna tendencia partidista en mi vida; sólo había sido una aventura de niño, recortando espontáneamente de los periódicos fotos del candidato y lanzándolas a los jardines de los vecinos, al saber que mis padres votarían por él.

En forma honesta creo en la buena intención del presidente Allende, yo pienso que nadie se empecinaría en intentar tres veces llegar a la primera magistratura para hacer las cosas mal por su país. Sólo me da la impresión que se le escapó de sus manos el control de la nación (quizás a que extremas tensiones internas se vio enfrentado y debió callarlas para no hacer trascender aquellas divergencias que comprometerían la cohesión de su gobierno).

Allí sentado, dejé pasar los 3 minutos fatídicos que la Nueva Junta de Gobierno había dado al presidente para abandonar La Moneda antes de ser bombardeada por los aviones de La Fuerza Aérea; 30 segundos… 45 segundos... 1 minuto… 1 minuto y medio… 2 minutos… 3 minutos… permanecía inmóvil con una curiosidad marcada por la preocupación y el nerviosismo, una sensación de incredulidad, no podía definirlo bien. Incluso creo que sentía algo de morbo por tratar de ser un “testigo acústico” del cumplimiento de aquella tan terrible amenaza. Pero pasaban los minutos y el silencio me alegraba al no escuchar bombas ni estruendos, (íntimamente pensaba: “cuando se iba a imaginar Toesca que su monumental diseño sucumbiría ante un bombardeo aéreo”).

Pasadas las 11 de la mañana, se comunicaba que habría “Toque de queda”, a partir de las 3 de la tarde.

Yo permanecía en silencio, veía en mi patio un refugio y pensaba… pensaba…y pensaba…

En eso mis pensamientos fueron interrumpidos por nuevos comunicados radiales. Momentos en que seis mujeres abandonaban La Moneda acompañadas por efectivos militares. Más tarde sabría que una de ellas era la secretaria personal del presidente (Myriam Contreras), madre de un compañero de curso que tuve cuando estudiábamos en el Instituto Nacional (Enrique Ropert). Los tanques se habían apoderado de las calles céntricas. El barrio cívico de Santiago era atravesado de un lado a otro por los proyectiles de ambos bandos. Había comenzado a desangrarse La Patria

De ahí en adelante no recuerdo bien la secuencia de hechos, ni el tiempo transcurrido; sólo sé que vino un amigo (Rolando Rada), llegó mi padre (ante la emoción de mamá y el regocijo de mi hermana y mío), se confirmaba el ataque aéreo sobre el Palacio de Gobierno y contra la residencia presidencial en la calle Tomás Moro. El Palacio de La Moneda había comenzado con numerosos focos de incendio, un general de ejército apellidado Palacios, ingresaba al mando de las tropas de asalto.

Fui a mi pieza a tratar de escuchar radios extranjeras por “onda corta”, para enterarme de que modo había salido la noticia al resto del mundo. Me hallaba avocado a esa tarea, cuando escuché la información que el presidente Allende había decidido salir de La Moneda con su comitiva, pero se le había comunicado que la suspensión del fuego por parte de las fuerzas militares contra la casa de gobierno era imposible, debido al tiroteo cruzado que mantenían los soldados con los francotiradores que intentaban defenderla apostados aún en ella y en los edificios vecinos (Intendencia, Impuestos Internos, etc; incluso desde los altos del Hotel Carrera).

Finalmente me dirigí al comedor. Durante el almuerzo mi padre nos contó como había recibido la noticia, como había visto la situación en las calles, y como había logrado llegar a casa sano y salvo (andaba sin su auto), a pesar de las numerosas balaceras que escuchó muchas veces en el trayecto, las más intensas en Mapocho y La Alameda.

Terminé de almorzar. Salí otra vez a la terraza con mi vista perdida en la lejanía del cielo. Además continué con mis escritos. Tenía la percepción que podía llegar a ser un testigo importante de la Historia de mi país.

A las 14:30 horas fui a la casa de mi vecino, pasando por sobre la pandereta divisoria de ambos patios (en condiciones normales lo hacía del mismo modo). Para distraernos un poco, me empezó a lanzar penales (siempre había sido arquero); fue entonces cuando escuchamos en la radio que en definitivas el “Toque de queda” comenzaría a regir desde las 18 horas. En vista de ello, salimos a la calle, nuevamente yo quería observar la situación en la Gran Avenida, que dista a unos 40 metros de mi casa, divisamos a dos amigas (Eliette y Odette Pauliac) en el balcón de su departamento al otro lado de la calle (me alegré al ver que estaban bien). Después nos encontramos con otro amigo (Iván Sánchez), nos fumamos un cigarro, mientras comentábamos los graves acontecimientos. Arriba, el cielo; mudo testigo de la masacre.

Casi un par de horas después vine a casa a imponerme de las últimas noticias. Me sentía muy incomunicado por el hecho de tener el teléfono descompuesto. Fui a la pieza de mis padres y me puse a ver televisión, a pesar de los graves hechos, Canal 13 daba una serie policial, a la que llegué casi al final, por lo cual no le tomé mucho asunto y me quedé dormido. Desperté cuando hablaban sobre la vida de un gran músico español contemporáneo, del cual no escuché su nombre pero sí que sobresalió entre los años 1914 al 1930, y que era admirador de Maurice Ravel e Igor Stravinsky.

A esas alturas me encontraba en compañía de mi madre, en el momento en que empezaba un programa infantil, “Plaza Sésamo”, (para los niños debía ser simplemente un día más).

Luego me fui al patio y estuve compaginando los escritos que llevaba hasta ese momento.

Siendo las 17:30 mi hermana sirvió el té, ese fue mi momento de mayor tranquilidad en todo el día (exceptuando “la siesta”); pero no hablé una sola palabra mientras estuve sentado.

Pasadas las 18 horas, inicio del “Toque de queda”, nuevamente me dirigí a la terraza, miré una vez más al cielo, pero ahora lo vi distinto; con nubes de humo, nubes de pólvora, nubes de muerte. A lo lejos escuchaba disparos, a mi lado jugueteaba nuestro perro, y se podían escuchar fácilmente las noticias en las radios vecinas. Yo me preguntaba si esas balas serían “al aire”, o acaso tendrían un macabro destino… y tan cerca de mi hogar.

Más tarde salió mi padre al patio y me preguntó en qué pensaba, a lo que yo nada respondí en ese momento, después estuvo jugando con el perro y se detuvo a escuchar las detonaciones. Finalmente nos quedamos mirando un nido de tórtolas en un gran árbol viejo, de la casa que está al fondo. Cuando se entró me dijo: “abrígate que está haciendo frío”; y yo sin mirarle murmuré “ya debe haber unos 5.000 muertos a lo largo del país”.

Caía ya la tarde, vino mi vecino (pasando sobre la pandereta, por supuesto) y estuvimos viendo televisión con mi hermana. Alrededor de las 19:30 horas él regresó a su casa. Yo fui a mi pieza. Continué escribiendo mis emociones, mientras escuchaba nuevas noticias en emisoras extranjeras y en una de ellas que me pareció ser londinense, dijeron en perfecto Español: “se desconoce el paradero del presidente de Chile, Dr. Salvador Allende, lo último que se supo fue que había ordenado a sus acompañantes que abandonaran el Palacio de Gobierno pasadas las 14 horas”. Pero una agencia noticiosa Francesa decía escuetamente que: “antes de salir de su oficina, Allende se había suicidado”. La noticia retumbó estremecedora en los muros de mi dormitorio.

Yo aún sin sentirme uno de sus adeptos, me conmoví. Pocas veces había tenido la ocasión de enfrentar la muerte de una persona que en algún momento de su existencia hubiera estado en un asiento prácticamente contiguo al mío; como ocurrió en una clase de Etica Médica en la que el doctor Armando Roa lo había invitado un año antes, en su calidad de médico (más que de presidente), para contarnos sus experiencias como estudiante de Medicina.



A pesar de ello, en las emisoras nacionales sólo se comunicaban los “Bandos oficiales”, destacándose el que decía relación con la libertad de prensa determinándose que a partir de mañana circularía sólo El Mercurio y La Tercera de la Hora; para después irse reintegrando paulatinamente los órganos por ahora clausurados. Creo que ya iban como 14 Bandos.

Antes de las 21 horas mi hermana me avisaba que íbamos a cenar. Mientras, seguían los comunicados por la radio.

Después me fui a ver televisión; habló la Junta de Gobierno, el país conocía así los rostros y los planteamientos de las nuevas autoridades: Augusto Pinochet Ugarte (Ejército), José Merino Castro (Armada), Gustavo Leigh Guzmán (Fuerza Aérea), César Mendoza Durán (Carabineros). Dieron cuenta de los hechos ocurridos durante el día, mostraron gran cantidad de armamento incautado y desde la residencia del presidente exhibieron sus closets y despensas.

Ahora vuelvo a estar en tiempo presente. Son las 24:15. Ha terminado este Martes intenso y he estado rehaciendo este aciago día, plasmando mis emociones y perpetuándolas sobre un papel, sin pretensión literaria alguna, sólo con el convencimiento de poder atestiguar de este modo, en días futuros, a favor de la verdad. Recién he sentido silbar balas por sobre nuestro patio; y concluyo sin saber si mañana amaneceré vivo o amaneceré muerto; o si habrá sido el último día para algunos, o el primer día para otros, o simplemente un día más…

¡Maldición! ¿Qué es todo esto? ¿Una pesadilla; o una terrible realidad?


Marcelo Fernández Romo.

Nota del autor:
Estos pensamientos no pretenden enjuiciar ni avalar lo sucedido; sólo me ha movido el afán por describir mi percepción de los
hechos acontecidos hoy día.


Martes 11 de Septiembre de 1973. Santiago, Chile.

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