viernes, 21 de noviembre de 2008

El Último Día.

Aquella mañana tibia de fines de octubre, Pablo Muñoz miraba absorto por el ventanal que iluminaba su estación de trabajo. Su tazón de café matinal yacía frío como su mirada. Allá afuera sólo había edificios de gruesos cristales polarizados, que transformaban el paisaje en un bosque de hormigón, de eternos y reiterados reflejos sin tregua, tras de los cuales anónimas sombras oscuras se adivinaban casi inmóviles y silenciosas.

Repentina y difusa, una silueta femenina se desplazaba balanceando sus formas justo en el piso de la torre del frente. Pablo despertó por un segundo, para luego continuar esforzándose por comprender las reiteradas señales que bajaban del Olimpo desde hace ya algunos meses. Se hablaba de resultados, malos resultados, de plazos y de adecuaciones. De pronto, venían a su memoria las palabras de CEO en la cena de aniversario, donde se vanagloriaba de los logros de la compañía y de cómo eso repercutiría en mejoras para todos los empleados… “adecuaciones” no estaba en el léxico hasta hace tan poco. Menos las consecuencias que ello tendría en su sección, en un plazo que por desgracia, se cumplía ese día.

Cerca del mediodía, el trabajo atrasado sobre su escritorio seguía sin lograr llamar su atención. Sospechosamente, aunque en el fondo no tendría por qué sorprenderse, esa mañana no recibió citas a reuniones.

En el piso nadie sonreía, nadie musitaba palabra, nadie quiso seguir el ritual de la colación diaria. Sólo algunas miradas se cruzaban antes de bajar la cabeza. Mientras el sol se reflejaba en los grises espejos e impedía continuar adivinando siluetas, el dilema del presupuesto doméstico aparecía en su cabeza junto con la extraña sensación de perder la seguridad de años dentro de las ampulosas paredes del centro de negocios.

Comenzaba a atardecer y los correos recibidos rebalsaban su bandeja electrónica, pero hasta ese instante su anexo ni el de sus colegas habían sonado. Ese silencio punzaba cada minuto más su estómago y sentía mojadas las manos. La tarde, entre el calor y el sopor, parecía detenida en el momento más inoportuno. El sol ya no se reflejaba en los espejos gigantes, pero tampoco ya importaba lo de afuera. Las paredes parecían mas pequeñas, como amenazando compactar a los presentes. De pronto, suena un teléfono, el redoble bajo el cadalso…

Oscurecía sobre la ciudad y Muñoz caminaba por la peatonal. Saliendo del fastuoso hall principal había mirado de reojo hacia arriba, a los cristales que a esta hora dejaban ver los espectros moviéndose incesantes en sus mausoleos iluminados. Por un momento fugaz se sintió extremadamente pequeño y lamentó no volver a ver a muchos de sus colegas de años, pero de inmediato suspiró profundo y apuró el paso, como queriendo escapar de una escena sangrienta. Creyendo reconocer unos metros adelante a la bella silueta de la oficina del frente, un rictus ya olvidado iluminó su rostro y avanzó hacia ella aún más de prisa. Ya tendría tiempo suficiente para preocuparse del por qué él no estaba entre los condenados por el dedo emperador. Ya tendría un mes para saber si su suerte era en realidad un pasaje al purgatorio, un mes para esperar un nuevo último día.


H. Chanteaux
5ºB.B.

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